Crítica de la cultura del progreso capitalista
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Presentación de la antipedagogía
Pedro García Olivo
La gitaneidad tradicional (o histórica) ha constituido, hasta mediados del
siglo XX, un bel l ísimo ejemplo de resistencia a los poderes
homogeneizadores de la sociedad occidental. La idiosincrasia gitana
(asentada en el nomadismo, la oralidad, un vigoroso sentimiento comunitario,
la aversión al trabajo alienado, al productivismo y a las lógicas políticas de
los Estados, un derecho oral consuetudinario transnacional que recibe el
nombre de Kriss Romaní, etc.) fue capaz de resistir durante siglos a
estrategias virulentas de aniquilación (expulsión, sedentarización forzosa,
encarcelamiento masivo, esclavización, eliminación física,...) desplegladas
en casi toda Europa por la sociedad mayoritaria —las hemos designado
"Pogrom"—; pero no ha logrado, en la contemporaneidad capitalista,
sobrevivir al "Programa", vehiculado por la Escuela y desgranable en trabajo
social intensivo, asistencialismo altericida, proyectos interculturales de
asimilación, discriminaciones positivas, etcétera. Ha sobrevenido, en efecto,
la "integración" como etnocidio y, una vez más, la diferencia genuina e
inquietante se ha disuelto en una amable e inofensiva diversidad. Como en el
caso de los indígenas, de los habitantes de los entornos rural-marginales, la
escolarización obligatoria se ha revelado decisiva para asegurar el
aplastamiento de lo Otro.
! Ofrecemos, a continuación, el primer capítulo de La gitaneidad borrada,
ensayo escrito desde el amor al gitano de ayer, la solidaridad con los gitanos
sublevados de hoy y el anhelo de un mundo que, ante lo extraño, ante lo
distinto, ante cuantos no se nos parecen, en lugar de diseñar dispositivos de
"integración", se contentara con la más laxa de las "convivencias". Porque,
en el Occidente que padecemos y hacemos padecer, el principio de
Auschwitz sigue plenamente vigente, como lamentan hoy los miles de
gitanos que no olvidan las palabras y los hechos de sus ancestros, gente
linda, gente noble, gente libre, que ya casi no queda...
La escuela. presentación de la antipedagogía
“¡Qué terrible aventura es sentarse junto a un hombre
que se ha pasado toda su vida queriendo educar a los demás!
¡Qué espantosa es esa ignorancia! (…)
¡Qué limitado parece el espíritu de semejante ser!
¡Cómo nos cansa y cómo debe cansarse a sí misma
con sus interminables repeticiones y sus insípidas reiteraciones!
¡Cómo carece de todo elemento de progreso intelectual!
¡En qué círculo vicioso se mueve sin cesar!
Pero el tipo del cual el maestro de escuela
deviene como un mero representante (y de ínfima importancia),
paréceme que domina realmente nuestras vidas;
y así como el filántropo es el azote de la esfera ética,
el azote de la esfera intelectual es el hombre ocupado siempre en la
educación de los demás”
Oscar Wilde, El crítico artista
1) Genealogía de la escuela
La escuela (general, obligatoria) surge en Europa, en el siglo XIX, para
resolver un problema de gestión del espacio social. Responde a una suerte
de complot político-empresarial, tendente a una reforma moral de la juventud
—forja del “buen obrero” y del “ciudadano ejemplar”.
! En Trabajos elementales sobre la Escuela Primaria, A. Querrien,
aplicando la perspectiva genealógica sugerida por M. Foucault, desvela el
nacimiento de la Escuela (moderna, regulada, estatal) en el Occidente
decimonónico. En el contexto de una sociedad industrial capitalista
enfrentada a dificultades de orden público y de inadecuación del material
humano para las exigencias de la fábrica y de la democracia liberal, va
tomando cuerpo el plan de un enclaustramiento masivo de la infancia y de la
juventud, alimentado por el cruce de correspondencia entre patronos,
políticos y filósofos, entre empresarios, gobernantes e intelectuales. Se
requería una transformación de las costumbres y de los caracteres; y se
eligió el modelo de un encierro sistemático —adoctrinador y moralizador—
en espacios que imitaron la estructura y la lógica de las cárceles, de los
cuarteles y de las factorías (A. Querrien, 1979).
2) La forma occidental de educación administrada. El “trípode” escolar.
A) El aula supone una ruptura absoluta, un hiato insondable, en la historia de
los procedimientos de transmisión cultural: en pocas décadas, se
generaliza la reclusión “educativa” de toda una franja de edad (niños,
jóvenes). A este respecto, Iván Illich ha escrito sobre la invención de la
niñez:
Olvidamos que nuestro actual concepto de «niñez» solo se desarrolló
recientemente en Europa occidental (…). La niñez pertenece a la burguesía. El
hijo del obrero, el del campesino y el del noble vestían todos como lo hacían
sus padres, jugaban como estos, y eran ahorcados igual que ellos (…). Solo
con el advenimiento de la sociedad industrial la producción en masa de la
«niñez» comenzó a ser factible (…). Si no existiese una institución de
aprendizaje obligatorio y para una edad determinada, la «niñez» dejaría de
fabricarse (…). Solo a «niños» se les puede enseñar en la escuela. Solo
segregando a los seres humanos en la categoría de la niñez podremos
someterlos alguna vez a la autoridad de un maestro de escuela” (Illich, 1985, p.
17-18).
Desde entonces, el estudiante se define como un “prisionero a tiempo
parcial”. Forzada a clausura intermitente, la subjetividad de los jóvenes
empieza a reproducir los rasgos de todos los seres aherrojados, sujetos a
custodia institucional. Son sorprendentes las analogías que cabe establecer
entre los comportamientos de nuestros menores en las escuelas y las
actitudes de los compañeros presos de F. Dostoievski, descritas en su obra
El sepulcro de los vivos (1974). Entre los factores que explican tal
paralelismo, el escritor ruso señala una circunstancia que a menudo pasa
desapercibida a los críticos de las estructuras de confinamiento: “la privación
de soledad”.
! Pero para educar no es preciso encerrar: la educación “sucede”,
“ocurre”, “acontece”, en todos los momentos y en todos los espacios de la
sociabilidad humana. Ni siquiera es susceptible de deconstrucción. Así como
podemos deconstruir el Derecho, pero no la justicia, cabe someter a
deconstrucción la Escuela, aunque no la educación. “Solo se deconstruye lo
que está dado institucionalmente”, nos decía J. Derrida en Una filosofía
deconstructiva (1997, p. 7).
En realidad, se encierra para:
1) Asegurar a la Escuela una ventaja decisiva frente a las restantes
instancias de socialización, menos controlables. Como ha comprobado A.
Querrien, precisamente para fiscalizar (y neutralizar) los inquietantes
procesos populares de auto-educación —en las familias, en las tabernas, en
las plazas,...—, los patronos y los gobernantes de los albores del Capitalismo
tramaron el Gran Plan de un internamiento formativo de la juventud (1979,
cap. 1).
2) Proporcionar, a la intervención pedagógica sobre la conciencia, la
duración y la intensidad requeridas a fin de solidificar hábitos y conformar las
“estructuras de la personalidad” necesarias para la reproducción del sistema
económico y político (P. Bourdieu y J. C. Passeron, 1977).
3) Sancionar la primacía absoluta del Estado, que rapta todos los días a los
menores y obliga a los padres, bajo amenaza de sanción administrativa, a
cooperar en tal secuestro, como nos recuerda J. Donzelot en La policía de
las familias (1979). El autor se refiere en dicho estudio, no a la familia
como un poder policial, sino, contrariamente, al modo en que se vigila y se
modela la institución del hogar. Entre los dispositivos encargados de ese
“gobierno de la familia”, de ese control de la intimidad doméstica, se halla
la Escuela, con sus apósitos socio-psico-terapéuticos (psicólogos
escolares, servicios sociales, mediadores comunitarios, etc.). Alcanza así
su hegemonía un modelo exclusivo de familia, en la destrucción o
asimilación de los restantes —hogar rural-marginal, grupo indígena, clan
nómada, otras fórmulas minoritarias de convivencia o de procreación, etc.
Distingue a ese arquetipo prevalente aceptar casi sin resistencia la
intromisión del Estado en el ámbito de la educación de los hijos,
renunciando a lo que podría considerarse constituyente de la esfera de
privacidad y libertad de las familias.
B) El Profesor
Se trata, en efecto, de un educador; pero de un educador entre otros
(educadores “naturales”, como los padres; educadores elegidos para asuntos
concretos, o “maestros”; educadores fortuitos, tal esas personas que se
cruzan inesperadamente en nuestras vidas y, por un lance del destino, nos
marcan en profundidad; actores de la “educación comunitaria”; todos y cada
uno de nosotros, en tanto auto-educadores; etcétera). Lo que define al
Profesor, recortándolo de ese abigarrado cuadro, es su índole “mercenaria”.
Mercenario en lo económico, pues aparece como el único educador que
proclama consagrarse a la más noble de las tareas y, acto seguido, pasa
factura, cobra. “Si el Maestro es esencialmente un portador y comunicador
de verdades que mejoran la vida, un ser inspirado por una visión y una
vocación que no son en modo alguno corrientes, ¿cómo es posible que
presente una factura”? (Steiner, 2011, p. 10-1). Mercenario en lo político,
porque se halla forzosamente inserto en la cadena de la autoridad; opera,
siempre y en todo lugar, como un eslabón en el engranaje de la servidumbre.
Su lema sería: “Mandar para obedecer, obedecer para mandar” (J. Cortázar,
1993).
! Desde la antipedagogía se execra particularmente su auto-asignada
función demiúrgica (“demiurgo”: hacedor de hombres, principio activo del
mundo, divinidad forjadora), solidaria de una “ética de la doma y de la
cría” (F. Nietzsche). Asistido de un verdadero poder pastoral (M. Foucault)
(1), ejerciendo a la vez de Custodio, Predicador y Terapeuta (I. Illich) (2), el
Profesor despliega una operación pedagógica sobre la conciencia de los
jóvenes, labor de escrutinio y de corrección del carácter tendente a un cierto
“diseño industrial de la personalidad” (3). Tal una aristocracia del saber, tal
una élite moral domesticadora, los profesores se aplicarían al muy turbio
Proyecto Eugenésico Occidental, siempre en pos de un Hombre Nuevo —
programa trazado de alguna manera por Platón en El Político, aderezado por
el cristianismo y reelaborado metódicamente por la Ilustración (4). Bajo esa
determinación histórico-filosófica, el Profesor trata al joven como a un bonsái:
le corta las raíces, le poda las ramas y le hace crecer siguiendo un canon de
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mutilación. “Por su propio bien”, alega la ideología profesional de los
docentes... (A. Miller) (5).
C) La Pedagogía
Disciplina que suministra al docente la dosis de autoengaño, o “mentira
vital” (F. Nietzsche), imprescindible para atenuar su mala conciencia de
agresor. Narcotizado por un saber justificativo, podrá violentar todos los días
a los niños, arbitrario en su poder, sufriendo menos... Los oficios viles
esconden la infamia de su origen y de su función con una “ideología laboral”
que sirve de disfraz y de anestésico a los profesionales: “Estos disfraces no
son supuestos. Crecen en las gentes a medida que viven, así como crece la
piel, y sobre la piel el vello. Hay máscaras para los comerciantes así como
para los profesores” (Nietzsche, 1984, p. 133).
! Como “artificio para domar” (Ferrer Guardia, 1976, p. 180), la
pedagogía se encarga también de readaptar el dispositivo escolar a las
sucesivas necesidades de la máquina económica y política, en las distintas
fases de su conformación histórica. Podrá así perseverar en su objetivo
explícito (“una reforma planetaria de las mentalidades”, en palabras de E.
Morin, suscritas y difundidas sin escatimar medios por la UNESCO) (6),
modelando la subjetividad de la población según las exigencias temporales
del aparato productivo y de la organización estatal.
! A grandes rasgos, ha generado tres modalidades de intervención sobre
la psicología de los jóvenes: la pedagogía negra, inmediatamente autoritaria,
al gusto de los despotismos arcaicos, que instrumentaliza el castigo y se
desenvuelve bajo el miedo de los escolares, hoy casi enterrada; la
pedagogía gris, preferida del progresismo liberal, en la que el profesorado
demócrata, jugando la carta de la simpatía y del alumnismo, persuade al
estudiante-amigo de la necesidad de aceptar una subalternidad pasajera,
una subordinación transitoria, para el logro de sus propios objetivos
sociolaborales; y la pedagogía blanca, en la vanguardia del Reformismo
Pedagógico contemporáneo, invisibilizadora de la coerción docente, que
confiere el mayor protagonismo a los estudiantes, incluso cuotas engañosas
de poder, simulando espacios educativos “libres”.
! En El enigma de la docilidad, valoramos desabridamente el ascenso
irreversible de las pedagogías blancas (2005, p. 21):
“Por el juego de todos estos deslizamientos puntuales, algo sustancial se
está alterando en la Escuela bajo la Democracia: aquel dualismo nítido
profesor-alumno tiende a difuminarse, adquiriendo progresivamente el
aspecto de una asociación o de un enmarañamiento.
Se produce, fundamentalmente, una «delegación» en el alumno de
determinadas incumbencias tradicionales del profesor; un trasvase de
funciones que convierte al estudiante en sujeto/objeto de la práctica
pedagógica... Habiendo intervenido, de un modo u otro, en la rectificación del
temario, ahora habrá de padecerlo. Erigiéndose en el protagonista de las
clases re-activadas, en adelante se co-responsabilizará del fracaso inevitable
de las mismas y del aburrimiento que volverá por sus fueros conforme el
factor rutina erosione la capa de novedad de las dinámicas participativas.
Involucrándose en los procesos evaluadores, no sabrá ya contra quién
revolverse cuando sufra las consecuencias de la calificación discriminatoria y
jerarquizadora. Aparentemente al mando de la nave escolar, ¿a quién echará
las culpas de su naufragio? Y, si no naufraga, ¿de quién esperará un motín
cuando descubra que lleva a un mal puerto?
En pocas palabras: por la vía del Reformismo Pedagógico, la
Democracia confiará al estudiante las tareas cardinales de su propia
coerción. De aquí se sigue una invisibilización del educador como agente de
la agresión escolar y un ocultamiento de los procedimientos de dominio que
definen la lógica interna de la Institución.
! Cada día un poco más, la Escuela de la Democracia es, como diría
Cortázar, una «Escuela de noche». La parte visible de su funcionamiento
coactivo aminora y aminora. Sostenía Arnheim que, en pintura como en
música, «la buena obra no se nota» –apenas hiere nuestros sentidos. Me
temo que este es también el caso de la buena represión: no se ve, no se
nota. Hay algo que está muriendo de paz en nuestras escuelas; algo que
sabía de la resistencia, de la crítica. El estudiante ejemplar de nuestro tiempo
es una figura del horror: se le ha implantado el corazón de un profesor y se
da a sí mismo escuela todos los días. Horror dentro del horror, el de un
autoritarismo intensificado que a duras penas sabremos percibir. Horror de
un cotidiano trabajo de poda sobre la conciencia. «¡Dios mío, qué están
haciendo con las cabezas de nuestros hijos!», pudo todavía exclamar una
madre alemana en las vísperas de Auschwitz. Yo llevo todas las mañanas a
mi crío al colegio para que su cerebro sea maltratado y confundido por un
hatajo de educadores, y ya casi no exclamo nada. ¿Qué puede el discurso
contra la Escuela? ¿Qué pueden estas páginas contra la Democracia? ¿Y
para qué escribir tanto, si todo lo que he querido decir a propósito de la
Escuela de la Democracia cabe en un verso, en un solo verso, de Rimbaud:
«Tiene una mano que es invisible, y que mata»”.
! Frente a la tradición del Reformismo Pedagógico (movimiento de las
Escuelas Nuevas, vinculado a las ideas de J. Dewey en EEUU, M.
Montessori en Italia, J. H. Pestalozzi en Suiza, O. Decroly en Bélgica, A.
Ferrière en Francia, etc.; irrupción de las Escuelas Activas, asociadas a las
propuestas de C. Freinet, J. Piaget, P. Freire,...; tentativa de las Escuelas
Modernas, con F. Ferrer Guardia al frente; eclosión de las Escuelas Libres y
otros proyectos antiautoritarios, como Summerhill en Reino Unido, Paideia
en España, la “pedagogía institucional” de M. Lobrot, F. Oury y A. Vásquez
en América Latina o los centros educativos inspirados en la psicoterapia de
C. R. Rogers en Norteamérica; y la articulación de la Escuela Socialista,
desde A. Makarenko hasta B. Suchodolski, bajo el comunismo), no existe, en
rigor, una tradición contrapuesta, de índole antipedagógica.
! La antipedagogía no aparece como una corriente homogénea,
discernible, con autores que remiten unos a otros, que parten unos de otros.
Deviene, más bien, como “intertexto”, en un sentido próximo al que este
término conoce en los trabajos de J. Kristeva: conjunto heterogéneo de
discursos, que avanzan en direcciones diversas y derivan de premisas
también variadas, respondiendo a intereses intelectuales de muy distinto
rango (literarios, filosóficos, cinematográficos, técnicos,...), pero que
comparten un mismo “modo torvo” de contemplar la Escuela, una antipatía
radical ante el engendro del “praesidium” formativo, sus agentes
profesionales y sus sustentadores teóricos. Ubicamos aquí miríadas de
autores que nos han dejado sus impresiones negativas, sus críticas, a veces
sus denuncias, sin sentir necesariamente por ello la obligación de dedicar, al
aparato escolar o al asunto de la educación, un corpus teórico riguroso o una
gran obra. Al lado de unos pocos estudios estructurados, de algunas vastas
realizaciones artísticas, encontramos, así, un sinfín de artículos, poemas,
cuentos, escenas, imágenes, parágrafos o incluso simples frases, apuntando
siempre, por vías disímiles, a la denegación de la Escuela, del Profesor y de
la Pedagogía.
! En este “intertexto” antipedagógico cabe situar, de una parte, poetas
románticos y no románticos, escritores más o menos “malditos” y, por lo
común, creadores poco “sistematizados”, como el Conde de Lautréamont
(que llamó a la Escuela “Mansión del Embrutecimiento”), F. Hölderlin (“Ojalá
no hubiera pisado nunca ese centro”), O. Wilde (“El azote de la esfera
intelectual es el hombre empeñado en educar siempre a los demás”), Ch.
Baudelaire (“Es sin duda el Diablo quien inspira la pluma y el verbo de los
pedagogos”), A. Artaud (“Ese magma purulento de los educadores”), J.
Cortázar (La escuela de noche), J. M. Arguedas (Los escoleros), Th.
Bernhard (Maestros antiguos), J. Vigo (Cero en conducta), etc., etc., etc. De
otra parte, podemos enmarcar ahí a unos cuantos teóricos, filósofos y
pensadores ocasionales de la educación, como M. Bakunin, F. Nietzsche, P.
Blonskij (desarrollando la perspectiva de K. Marx), F. Ferrer Guardia en su
vertiente “negativa”, I. Illich y E. Reimer, M. Foucault, A. Miller, P. Sloterdijk, J.
T. Gatto, J. Larrosa con intermitencias, J. C. Carrión Castro,... En nuestros
días, la antipedagogía más concreta, perfectamente identificable, se expresa
en los padres que retiran a sus hijos del sistema de enseñanza oficial,
pública o privada; en las experiencias educativas comunitarias que asumen
la desescolarización como meta (Olea en Castellón, Bizi Toki en Iparralde,...);
en las organizaciones defensivas y propaladoras antiescolares (Asociación
para la Libre Educación, por ejemplo) y en el activismo cultural que
manifiesta su disidencia teórico-práctica en redes sociales y mediante blogs
(Caso Omiso, Crecer en Libertad,...)
3) El “otro” de la escuela: Modalidades educativas refractarias a la opción
socializadora occidental.
La Escuela es solo una “opción cultural” (P. Liégeois) (7), el hábito educativo
reciente de apenas un puñado de hombres sobre la tierra. Se mundializará,
no obstante, pues acompaña al Capitalismo en su proceso etnocida de
globalización...
! En un doloroso mientras tanto, otras modalidades educativas, que
excluyen el mencionado trípode escolar, pugnan hoy por subsistir,
padeciendo el acoso altericida de los aparatos culturales estatales y paraestatales:
educación tradicional de los entornos rural-marginales (objeto de
nuestro ensayo libre Desesperar), educación comunitaria indígena (que
analizamos en La bala y la escuela) (8), educación clánica de los pueblos
nómadas (donde se incluye la educación gitana), educación alternativa noinstitucional
(labor de innumerables centros sociales, ateneos, bibliotecas
populares, etc.), auto-educación,...
! Enunciar la otredad educativa es la manera antipedagógica de
confrontar ese discurso mixtificador que, cosificando la Escuela
(desgajándola de la historia, para presentarla como un fenómeno natural,
universal), la fetichiza a conciencia (es decir, la contempla deliberadamente
al margen de las relaciones sociales, de signo capitalista, en cuyo seno nace
y que tiene por objeto reproducir) y, finalmente, la mitifica (erigiéndola, por
ende, en un ídolo sin crepúsculo, “vaca sagrada” en expresión de I. Illich) (9).
NOTAS:
(1) Poder pastoral, constituyente de “sujetos” en la doble acepción de M.
Foucault: “El término «sujeto» tiene dos sentidos: sujeto sometido al otro por
el control y la dependencia, y sujeto relegado a su propia identidad por la
conciencia y el conocimiento de sí mismo. En los dos casos, el término
sugiere una forma de poder que subyuga y somete” (1980 B, p. 31).
(2) En La sociedad desescolarizada, I. Illich sostuvo lo siguiente:
“[La Escuela] a su vez hace del profesor un custodio, un predicador y un
terapeuta (…). El profesor-como-custodio actúa como un maestro de
ceremonias (…). Es el árbitro del cumplimiento de las normas y (…) somete
a sus alumnos a ciertas rutinas básicas. El profesor-como-moralista
reemplaza a los padres, a Dios, al Estado; adoctrina al alumno acerca de lo
bueno y lo malo, no solo en la escuela, sino en la sociedad en general (…).
El profesor-como-terapeuta se siente autorizado a inmiscuirse en la vida
privada de su alumno a fin de ayudarle a desarrollarse como persona
Cuando esta función la desempeña un custodio y un predicador, significa por
lo común que persuade al alumno a someterse a una domesticación en
relación con la verdad y la justicia postuladas” (1985, p. 19).
(3) Asunto recurrente en casi todas las obras de F. Nietzsche —véase, en
particular, Sobre el porvenir de nuestras escuelas (2000). En una fecha
sorprendentemente temprana, 1872, casi asistiendo al nacimiento y primera
expansión de la educación pública, el “olfato” de F. Nietzsche desvela el
propósito de las nuevas instituciones de enseñanza: “Formar lo antes posible
empleados útiles y asegurarse de su docilidad incondicional”. De alguna
forma, queda ya dicho lo más relevante; y podría considerarse fundada de
una vez la antipedagogía, que había empezado a balbucear en no pocos
pasajes, extremadamente lúcidos, de M. Bakunin (en el contexto de su crítica
pionera de la teología). A “la doma y la cría del hombre” se refiere también F.
Nietzsche en Así habló Zaratustra, especialmente en la composición titulada
“De la virtud empequeñecedora” (1985, p. 237-247).
(4) En Reglas para el parque humano, la idea de una “élite moral
domesticadora” (que actúa, entre otros ámbitos, en la Escuela), siempre al
servicio del proyecto eugenésico europeo, es asumida, si bien con matices,
por P. Sloterdijk, a partir de su recepción de F. Nietzsche: “[Para F. Nietzsche]
la domesticación del hombre era la obra premeditada de una liga de
disciplinantes, esto es, un proyecto del instinto paulino, clerical, instinto que
olfatea todo lo que en el hombre pudiera considerarse autónomo o soberano
y aplica sobre ello sin tardanza sus instrumentos de supresión y de
mutilación” (2000 B, p. 6).
(5) Para A. Miller (Por tu propio bien, 2009), toda pedagogía es, por
necesidad, “negra”; y enorme el daño que la Escuela, bajo cualquiera de sus
formas, inflige al niño. Desde el punto de vista de la psicología, y con una
gran sensibilidad hacia las necesidades afectivas del menor, la autora
levanta una crítica insobornable del aparato educativo, erigiéndose en
referente cardinal de la antipedagogía.
(6) No podemos transcribir sin temblor estas declaraciones de E. Morin, en
Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, obra publicada en
París, en 1999, bajo el paraguas de la ONU: “Transformar la especie humana
en verdadera humanidad se vuelve el objetivo fundamental y global de toda
educación” (p. 42); “Una reforma planetaria de las mentalidades; esa debe
ser la labor de la educación del futuro” (p. 58).
(7) Véase Minoría y escolaridad: el paradigma gitano, estudio coordinado por
J. P. Liégeois (1998). Las conclusiones de esta investigación han sido
recogidas por M. Martín Ramírez en “La educación y el derecho a la dignidad
de las minorías. Entre el racismo y las desigualdades intolerables: el
paradigma gitano” (2005, p. 197-8). Remitimos también a La escolarización
de los niños gitanos y viajeros, del propio J. P. Liégeois (1992).
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Crítica. Año 1 no. 1, enero-junio de 2016 9
(8) Remitimos a nuestro ensayo La bala y la escuela. Holocausto indígena,
publicado por Virus Editorial en 2009. Contra la diferencia indígena, el
imperialismo cultural de Occidente y la globalización del sistema capitalista
que le sirve de basamento disponen de dos instrumentos fundamentales: la
bala (paramilitarización, terror policíaco, ejércitos invasores) y la Escuela.
Como en el caso gitano, hay, en lo “impersonal”, una víctima inmediata y otra
mediata: la educación comunitaria en un primer momento y la alteridad
cultural a medio plazo. Como acontece en el ámbito romaní, hay también, en
el horizonte, miles de víctimas “personales”: los portadores de caracteres
específicos, idiosincrásicos, anulados por la Subjetividad Única euronorteamericana.
(9) “La escuela esa vieja y gorda vaca sagrada” es el título que Iván Illich
eligió para una de sus composiciones más célebres, publicada en inglés el
20 de abril de 1968 en la revista Saturday Review con el título The futility of
schooling in Latin America. En español se publicó por primera vez en la
revista mexicana Siempre el 7 de agosto de 1968, con el título referido.
Transcurrida una década, fue incluida en el número 1 de la revista Trópicos
(1979, p. 14-31).
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